miércoles, 23 de marzo de 2011

Radiografía de un cómico doctor honoris causa

 Gómez recibe los atributos de doctor honoris causa 
de manos del rector de la UCM, Carlos Berzosa

ADRIÁN DELGADO | El actor y director teatral José Luis Gómez ha sido investido doctor honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid (UCM) en un acto histórico que reconoce la importancia del teatro en la vida cultural española. Es la primera vez en la historia de la universidad que un cómico recibe tales honores. El laudatio ha corrido a cargo del catedrático de Literatura Española y director del Instituto de Teatro de Madrid, Javier Huerta, en un acto –quizá el último de este tipo para él– presidido por el rector de la UCM, Carlos Berzosa.
 
En su discurso de investidura, el actor ha repasado su carrera profesional remontándose a unos orígenes teatrales hasta ahora desconocidos. Detrás de sus premios y sus reconocimientos internacionales se halla la historia de un niño onubense llamado Pepe Luis que descubrió –con tan sólo nueve años– la magia del teatro. Lo hizo recitando la Canción del Pirata de Espronceda subido una mesa en la pensión que regentaban sus padres en Huelva. Ellos quisieron procurarle un oficio con beneficio relacionado con la hostelería, pero aquel niño quería sentir de nuevo el «éxtasis de Espronceda»: «Nadie pudo evitar que yo me “emperrara” en ser actor».

José Luis Gómez nació el 19 de abril de 1940. Durante su juventud viajó a Madrid como parte de los planes de futuro que sus padres habían pensado para él. Trabajó en algún que otro hotel como aprendiz de cocina. Sin embargo, su cabeza volaba cada vez más alto mientras recitaba versos en falsete de La vida es sueño tratando de corregir su «indomable acento andaluz». Huyó de Madrid buscando un nuevo empleo en París como camarero y lo encontró en un café enfrente del Théâtre de l'Odéon, donde medio siglo más tarde dirigió, precisamente, La Vida es Sueño.

Quiso el destino que algunos años después José Luis Gómez pisara suelo alemán. La República Federal Alemana le resultó un país totalmente desconocido y fascinante. Allí le comunicó a su padre por conferencia telefónica que abandonaba su carrera hostelera para formarse como actor. «¿Se puede aprender a ser actor?», interpeló de forma retórica al público durante su discurso. Se instruyó en el Instituto de Arte Dramático de Westfalia en Bochum donde demostró un gran interés por el mimo y después en la escuela de Jacques Lecoq en París. Al finalizar sus primeros estudios teatrales, José Luis Gómez no había hecho otra cosa que –en sus propias palabras– perder el miedo a hacer teatro.

Sus primeros trabajos profesionales como actor y director los desarrolló en los principales teatros de la República Federal Alemana. Pero tras aquellos años iniciales, en los que se sentía como en casa representando a autores germanos y franceses, le surgió la necesidad de volver a España. Y así lo hizo después de su encuentro con Jerzy Grotowski, en 1971. De este modo puso en marcha sus primeros proyectos como director, actor y productor en aquella España tardofranquista con trabajos rompedores como: Informe para una Academia de Kafka, Gaspar de Handke y La resistible ascensión de Arturo Ui de Bertolt Brecht. 

Director del Centro Dramático Nacional, junto a Nuria Espert y Ramón Tamayo, y dos años más tarde del Teatro Español, actualmente está concentrado en la gestión y dirección del Teatro de La Abadía. Este escenario es para Gómez un lugar donde «estimular la pasión del teatro, un reducto de la palabra en acción que se libera como un dardo desde el cuerpo, desde el corazón, y así reivindicar a los poetas». Gómez ha recibido su premio a toda una vida dedicada a ese «éxtasis de Espronceda» con el que abría su discurso. 

Para concluir recordó dos ideas para él fundamentales. La primera, que la recompensa a su trabajo no es el aplauso sino el vínculo creado con el público en ese «tiempo paralelo a la realidad» que es el teatro. La segunda, citando a Joseph Conrad, que la pericia de la técnica es más que honradez: es un sentimiento, no enteramente utilitario, que abarca la honradez, la gracia y la regla y que podría llamarse el honor del trabajo y –matizando, concluyó–: «Hay un tipo de eficiencia, sin fisuras prácticamente, que puede alcanzarse de modo natural en la lucha por el sustento. Pero hay algo más, un punto más alto, un sutil e inconfundible toque de amor y de orgullo que va más allá de la mera pericia; casi una inspiración que confiere a toda obra ese acabado que es casi arte, que es el arte».

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